Su ignorancia lo hacía feliz,
obviamente, sin darse cuenta de ello. No se percataba de la cercanía del final
de su existencia. Padecía una enfermedad congénita que provocaría su muerte en
tan sólo unos meses. Al menos ese era el pronóstico para otro individuo con el
mismo grado de deterioro en su organismo, debido a la misma afección. El
ignorante vivió más que el enterado.
Esta vez, su ignorancia además de
hacerlo feliz, le salvó la vida, pues para cuando fue informado de su situación
clínica existían ya varios tratamientos de bajo costo y muy efectivos para
erradicar su mal. Cuando supo del otro paciente y el diagnóstico expuesto, se
alegró del desconocimiento, pues éste lo salvó sin representarle ningún
esfuerzo. Desde entonces, prefiere también ignorar lo que sucede en su país,
talvez así se viva mejor, pensó él. La sociedad en la que vivía cada vez estaba
peor, entonces decidió seguir siendo más ignorante y, ahora también,
indiferente. Su actitud lo hizo el más longevo de su región, superó la esperanza
de vida y, finalmente, murió de forma natural a sus noventa años de edad.
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