Su
vida era poco menos que desgraciada, al igual que la de ella; al menos así era
como ambos la veían. Su posición social la forzaba mostrarse bien ante todos,
ocultaba su descontento. Además, vivía a diario la nostalgia de un amor perdido
hacía meses, lo cual la sumía en una profunda depresión, bien escondida tras su
cordial sonrisa.
Él,
por su parte, no extrañaba a ningún amor, pues sabía perfectamente reconocer el
final de cualquier relación. Su decepción era otra: la existencia en sí misma.
No lo satisfacía su actividad actual, al igual que las anteriores lo entusiasmó
al inicio, pero acabó por aburrirle. Cuando estaba por mudar, una vez más, de
actividad, la conoció a ella y entablaron amenas charlas desde el inicio. No se
enamoraron, eso ya no era para ellos, descubrieron ser almas gemelas, no para
estar juntos de la forma convencional, sino de otra.
Fue
así como empezaron una serie de inusuales citas; visitaban asilos, hospitales,
morgues, funerarias y, algunas veces, trababan conversación con los asistentes
a los velorios. Dado que su relación era amistosa, en una ocasión, decidieron
visitar una biblioteca y, para dejar un poco la seriedad de adultos, decidieron
ir directo a la sección de libros juveniles. Así, empezaron a ver esos libros
que evocaban su adolescencia; la experiencia les trajo recuerdos gratos, pues a
cada minuto disfrutaban de pasearse en el lugar. Las distintas ediciones de los
libros clásicos estaban a su alrededor: La
isla del tesoro, Robinson Crusoe,
Mujercitas, Alicia en el país de las maravillas y también los libros un tanto
aventureros y futuristas, como los de Emilio Salgari, Julio Verne, H. G. Wells
y otros más. Ese momento se extendió por unas horas hasta el inicio de la
noche; se despidieron y quedaron en verse de nuevo.
Sus
salidas eran así de atípicas, a veces sólo era una caminata por las calles;
veían cada objeto del panorama, observaban
detenidamente las placas conmemorativas hechas para ciertos personajes y
pensaban si realmente valía la pena ser recordados, de esa forma. Visitaron
varios cementerios a la luz del día leyendo epitafios y viendo cómo adornaban
las tumbas los visitantes, esto los hizo recordar el paseo del día pasado,
cuando estuvieron en la biblioteca, entre lecturas juveniles. Esa tarde ambos
se sorprendieron al ver que en la introducción de Los viajes de Gulliver de Jonathah Swift, se mencionaba que él
mismo escribió su epitafio: “Donde la ira feroz no puede herir el corazón ya
más.” Esto los hizo reflexionar, pues debía haber sufrido mucho alguien para
pensar en un su propia inscripción para la lápida. Aparentemente, sólo fue un
recuerdo del día pasado, pero eso los motivó a hacer un paseo más. Esta vez,
viajarían junto a aficionados al paracaidismo, pero sus intenciones no eran las
mismas del grupo. Al saltar del avión, todos se veían iguales, pero el equipaje
de la pareja no lo era, aunque su apariencia era idéntica, el de ellos no tenía
paracaídas.